Borrachos de nostalgia: Por qué las cantinas son el último territorio libre de México
Un brindis por las cantinas que la gentrificación no matará
“No son bares: son el 'último rincón donde el mexicano se siente libre de ser quien es'.”
— Carlos Monsiváis, Apocalipstick (2009)
“Allá en la mesa del rincón
Le pido por favor
Que lleven la botella
Quiero estar solo, ahí con mi dolor
No quiero que alguien diga
Que le he llorado a ella.”
— Los Tigres del Norte, “La mesa del rincón”
La cantina, ese altar profano donde el ritual mexicano se repite sin cansancio.
El trago: chamán líquido que desata lenguas, suelta nostalgias y cura silencios.
Aquí no se bebe por sed, se bebe por recuerdo, por olvido, por compañía.
Las paredes escuchan, el mesero asiente, la rocola confiesa.
No es un bar: es confesionario, es templo, es cueva. Un rincón donde el alma se sienta sin prisa a desempolvar heridas. Ahí, donde el tiempo se alenta y las penas se disuelven en mezcal, ron o caguama. Donde cada brindis es un conjuro y cada ausencia tiene silla propia.
La cantina, sí, ese lugar que la memoria nunca abandona.
El historiador mexicano Salvador Novo señala que la palabra "cantina" hizo su aparición en México en 1847, en medio de la invasión estadounidense. Para mediados del siglo XIX, ya se contabilizaban once cantinas oficiales en el país, evidenciando su rápida consolidación como espacios públicos. Entre 1872 y 1879, los presidentes Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz otorgaron licencias oficiales a estos establecimientos, consolidándolos como auténticos templos sociales que hoy forman parte esencial del tejido cultural e histórico mexicano.
Las cantinas no solo han sido refugio para el alma popular, sino también fuente inagotable de inspiración para artistas de todas las épocas. Poetas como Jaime Sabines han encontrado en sus mesas y vasos un espacio para explorar la melancolía y la esperanza; músicos como José Alfredo Jiménez y Chavela Vargas convirtieron la cantina en escenario y personaje, plasmando en sus canciones el drama, el amor y la desolación que se viven entre sus paredes. En el cine, directores como Luis Buñuel o Arturo Ripstein han retratado la cantina como espejo de la vida cotidiana, ese espacio donde convergen la tragedia y la risa, el olvido y la memoria.
Hoy, muchas de esas cantinas han cerrado sus puertas. Algunas no sobrevivieron al silencio que trajo el encierro de la pandemia. Otras, simplemente, fueron barridas por la marea de la gentrificación: convertidas en cafeterías con nombres en inglés, en locales boutique donde ya no se canta, ni se llora, ni se brinda. Y cada vez que una cantina muere, también se entierran los recuerdos de esas pedas épicas, las risas con eco, las confesiones que solo se hacen cuando el alma se ablanda con mezcal y bolero.
Por eso hay que defenderlas. No como reliquias, sino como espacios vivos de la cultura popular, como santuarios urbanos donde aún se puede hablar sin prisa, beber sin pose, y recordar sin pena.
La cantina es identidad, es resistencia, es memoria líquida servida en vaso de vidrio.
Protegerlas no es nostalgia: es cuidar lo que somos, lo que fuimos, y lo que aún podríamos ser si nos sentamos juntos, aunque sea por una ronda más.