La calle está hecha mierda. Y yo también.
Miro al Cristo Queer, desangrándose en luces de neón, el arnés de cuero hundiéndose en la carne como cuchillas. Tiene restos de pegamento barato en las pestañas y los ojos inyectados de tanto fingir milagros.
Su sonrisa es la misma que ponen los tipos en el urinario antes de vomitar.
El mundo se desmorona como papel mojado.
¿En qué momento me convertí en esto?
En un trozo de basura más, una gota en el mar del olvido.
Falsas promesas de redención, malditas promesas de salvación.
Y yo aquí, en medio de todo, esperando algo que nunca llega.
¿Dónde está ese Cristo de neón que me dijeron que salvaría el alma?
Ese que brilla, prometiendo que si crees, todo va a estar bien.
Pero ¿y si no crees?
¿Qué pasa cuando solo quedan gritos y luces que parpadean como recuerdos olvidados?
Miro el muro y me cago en todo.
Ahí está, crucificado en concreto, sin más color que la mierda que lo rodea.
Su rostro no es el de un dios, es el de un cabrón tan roto como yo.
No tiene corona de espinas, solo las cicatrices de esta puta ciudad que te consume.
Busco la redención donde nunca está:
en el fondo de la caguama, entre las piernas de una desconocida,
en el próximo toque que nunca llega.
La ciudad no responde.
El Cristo tampoco.
La violencia está en todas partes.
Júniors en autos aspiracionales preguntando si no te han roto tu madre a las 8:16 pm.
La gente pasa, nadie ve.
Somos los caídos, los que no caben en los anuncios de neón.
¿Qué queda cuando ya no crees en nada?
Cuando ni siquiera el Cristo queer en su muro sucio te da esperanza.
El túnel es el mismo infierno.
Ya no hay respuestas, solo ruido.
Pero el Cristo sigue allí, con su cuerpo roto, reflejando lo que somos.
Porque al final, solo quedan escombros y cadáveres que aún respiran.
El Cristo de neón sigue brillando en las esquinas de mi mente, faro mentiroso de una ciudad podrida.
Y yo sigo aquí, perro herido, dudando si quiero salir de este agujero.
El Cristo Queer no llora.
Las lágrimas son un lujo que esta ciudad cobra con intereses.